EN MEMORIA DE LA COMUNISTA BENITA
GALEANA:
A 17 AÑOS DE SU PARTIDA AL MICTLAN
La vecina de
Benita Galeana, en la calle de Zutano, me llamó por teléfono para informarme
que ésta se negaba a comer. La comunista guerrerense ya tenía varios días
enferma, y la preocupación de todos los que la queríamos era grande. ¡Llego en
un rato! Le dije. Dejé lo que estaba haciendo y me apresuré a salir de casa. En
el trayecto, recordé la marcha multitudinaria de febrero, con la que se paró la
guerra de Ernesto Zedillo, en contra del Ejército Zapatista de Liberación
Nacional (EZLN). La columna se extendía del Ángel de la Independencia al
Zócalo: ¡Éramos miles los que clamábamos la salida del Ejército de Chiapas y
por la paz!
A la altura de Bucareli, vi a Benita
Galeana avanzando en su silla de ruedas, que Salvador Zurita empujaba. Me
acerqué y la saludé afablemente. Zurita, aprovechando la oportunidad, me dejó
el mando de la silla y se retiró apresurado con su cámara fotográfica entre las
manos. Quienes reconocían a Benita la saludaban o se tomaban fotos con ella. La
marcha avanzaba lenta, pesada, bajo una lumbrera de calor que atolondraba.
Benita preguntó por Zurita. Se fue hacer su trabajo. Le contesté. A la altura
del Hemiciclo a Juárez, un corro de seguidoras de Benita, la aclamaron: ¡Benita
vive, la lucha sigue! La guerrerense levantó su mano saludando su algarabía.
Llegamos a Bellas Artes. Alguien
comentó que el Zócalo ya estaba a reventar. Entonces pensé lo difícil que sería
llegar a la plancha. Me inquieté por Benita, sobre todo el que la canícula
agravara su estado de salud. ¿Te sientes bien, Benita? ¡Bien!, respondió. Tenía
meses que iba y venía del hospital, pero su compromiso con la lucha de su
pueblo, le daban fortaleza para no caer, más en esos momentos en los que
peligraba el país, si se le sumía en una guerra estúpida, como la que quería
iniciar Zedillo, quien desconociendo todos los acuerdos concertados
públicamente con el EZLN, quería enrojecer Chiapas de sangre, aniquilar a los
zapatistas, primordialmente a su líder el subcomandante Marcos.
Al atravesar Lázaro Cárdenas, un
enjambre de flashazos se cernió sobre nosotros, al grito de ¡Ay viene Benita,
ay viene Benita! Un clip tras otro… los cuales no cesaron hasta que tomamos
Madero, para confundirnos los manifestantes que se apretujaban con rumbo a 20
de Noviembre. Hasta ese instante me percaté de la importancia histórica en la
que participaba, y me sentí honrado por empujar la silla de ruedas que
transportaba a una de las mujeres mexicanas más importantes del siglo XX:
Benita Galeana Lacunza, “la de las trenzas”.
Cuando alcanzamos la Plaza de la
Constitución, los hombres y mujeres que aplaudían la entrada de los
contingentes, al ver a Benita Galeana, exclamaron nuevamente: ¡Benita vive, la
lucha sigue! Pasaban de las 19 horas, y el Zócalo se hallaba medio vacío o
medio lleno, da igual. Llevé a Benita hasta el templete, donde el último orador
termina su discurso. Esta se miraba inquieta, y preguntó por Salvador Zurita.
Le contesté que no sabía en dónde estaba. Benita me confesó que deseaba
regresar a su casa, pues se sentía demasiado cansada. Esperamos un rato y
Zurita apareció con su cámara fotográfica colgando en su pecho. ¡Vámonos! Dijo
a Benita. Esta se despidió de mí y el periodista sujetando los manubrios de la
silla se la llevó rumbo a la antigua casa del ayuntamiento. La marcha había
detenido la guerra, no así el ímpetu de Benita para continuar luchando por su
pueblo.
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